San Valentín.
Cuando rendí a la bella Hildegarda en el gabinete de curiosidades científicas, las cigarras autómatas desplegaron las alas de hojalata e hicieron chirriar los timbales del plomo, la flor del engranaje promovía un aroma de escafandra fundida y por el cielo en penumbra parpadeaba la traza fosforescente de los osciloscopios.
Cuando rendí a la bella Hildegarda en la Sala Capitular , el aceite de las lámparas votivas se derramó sobre las tumbas ruinosas de los caballeros templarios y el suicidio de las gárgolas pregonó la victoria ígnea de las vidrieras medievales en la hoguera de los facistoles.
Cuando rendí a la bella Hildegarda en el puerto deportivo, un ancla descendió de la luna náutica y las gaviotas rompieron la rosa de los vientos para anunciar el triunfo del oxígeno. Los yates se hundían en el mar lastrados por los signos del zodíaco y un banco de peces nocturnos dispersaba la brisa marina por los embarcaderos.
¿Y cuándo rendí a la bella Hildegarda?
El Lector recoge una lágrima metálica de su mejilla solitaria y sentimental. Rueca de san Valentín.
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