9 de Enero

Muerte de Marco Polo.

Varado en estas islas acuosas, al término de todos los caminos, aguardo la galera milenaria, el dragón de madera y malaquita que hará palidecer al Bucentauro: la embajada gigante del Celeste Imperio. El Dux, flotante y mayestático, y los hombres engreídos del Consejo, se ríen de mí, el viejo Marco Polo, ese tendero del Rialto de excéntricas costumbres y modales silenciosos y taimados que ha dictado un memorial de disparates, un compendio de prodigios inventados, adornado con nombres de desiertos.  Pero yo he visto las ciudades invisibles, las insondables provincias de Tartaria, el silencio implacable de las cumbres del mundo y los colores furiosos de la seda. Yo he viajado a lomos de camellos salvajes y he visto salir el fuego de las rocas, ¿qué me importa el comercio con una corte hipócrita de opulentos gondoleros descreídos? Son para mí como ojos de pescado, viscosos, repelentes. Si emprendiera de nuevo mi viaje, lejos de esta fauna de brocados, encontraría la muerte o el vacío y sin retorno no puede haber viaje, como no existe viaje sin memoria, sin palabras que canten por escrito las maravillas vistas de la tierra. Negocio con especias y telas carmesíes, con polvo de rinoceronte y marfiles indostánicos y cuento mis ganancias por lectores felices. Espero en mi jardín la luna azul de Xanadú, los dragones voladores del gran Kahn que me lleven por el cielo hasta Catay.


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